
Por: Mariana Ávila Montejano
“¡Corre Mariana, se te hace tarde! No puedes llegar tarde, es importante ser puntual”. Siempre me estoy repitiendo esto, y la verdad, casi siempre llego tarde a todos lados.
Eran casi las ocho de la noche. Había alistado mi mochila con libros, bolígrafos, un aceite para masajes, un suéter, agua, dulces, arándanos y unas toallitas húmedas para ella.
El taxi se perdió. Siendo sincera, soy la peor para explicar cómo llegar a un lugar, estoy distraída soñando o creando escenarios catastróficos en mi cabeza y no estoy atenta a las rutas. Por lo regular, los trayectos de un lugar a otro los adoptó como mis momentos de desconectarme del presente.
Estaba cinco minutos tarde y me preocupé mucho. Tenía que dirigirme a un hospital que no conocía, pensaba que por mi culpa ella se quedaría sola. La otra compañera que la cuidaba, acordó con ella bajar a las ocho para darme el pase de entrada.
Dije lo evidente: «¡Llegamos!” a manera de tranquilizar y de apoyar al chofer que estaba bastante preocupado de no dar un buen servicio, eso me expresó y también se le notaba. Casi podía escuchar su tensión al pasar saliva y aunque no los veía, podía intuir que el estrés se le manifestaba con labios secos, yo no tenía la intención de sumar al estrés. Al final, no podía apoyar porque no sé manejar un auto, y soy terrible dando indicaciones.
Caminé por el estacionamiento, ahí estaba el esposo de la compañera que me antecedió en los cuidados (eso me tranquilizó porque implicaba que aún no bajaba para darme el pase y que nuestra amiga no había estado sola). Su esposo es un hombre al que estimo mucho y me genera mucha confianza. Nos saludamos y empezamos una charla sobre la política actual, charla que en pocos minutos se convirtió en una sobre comida, por alguna extraña razón, siempre termino dirigiendo las charlas a la comida, y eso que no sé cocinar. ¿Será porque en la comida encuentro mucho placer y amor?. Quizá es porque conecta a casi todas las personas con su niñez, con una necesidad básica e incluso espiritual. La comida nos conecta con nuestros rituales.
Llegó el momento de despedirme. Tomé el pase mientras me daban las indicaciones de cuidado de nuestra amiga y cómo llegar a su espacio sin perderme en ese enorme edificio.
Por fín llegué. Ella me vio sorprendida y me saludó con cariño. Estuvimos platicando gran parte de las primeras dos horas, hablábamos acerca del sistema patriarcal y cómo odiaba la comida del lugar. También me dijo en diferentes momentos que tenía frío, yo le cubría sus piernas y sus brazos con la sábana mientras me contaba alguna historia de su estancia en el hospital.
La escuchaba y anotaba en la bitácora la reseña de cada día/noche en ese lugar. Había diferentes letras, en su mayoría de mujeres amorosas que plasmaron en esa libreta con mucho cuidado y orden, cada signo, cada medicamento y cada síntoma de nuestra amiga.
Conforme fue avanzando la noche, nos fuimos sumergiendo en lo que ahora identifico como un gran viaje para ambas.
Recuerdo los síntomas de la fiebre en su cuerpo, su malestar por la posición de la cama, el dolor en sus piernas, la saturación de oxígeno muy baja. Recuerdo la ausencia de personal médico y de enfermería. Fueron varias solicitudes de apoyo al personal de camillería para que pudiera acomodarse y mitigar un poco el dolor. Estaba muy agotada e inquieta. Me decía: “es la peor noche en mucho tiempo, ya no quiero estar aquí”.
Le aplican una primera dosis para que su noche deje de ser tan inquietante, ella sigue resistiendo el dolor.
Le aplican la segunda, el dolor no cesa.
Entre la fiebre y el dolor, ella me pregunta porque dejan entrar niños a esas horas a un hospital, yo sólo le dije que le preguntaría a la enfermera. No indagué más, sabía que el medicamento era muy fuerte.
Pasaron los minutos, las horas, la fiebre fue bajando, el dolor no. De pronto, ambas estábamos riendo. Entre mis torpezas como cuidadora, sobre cómo resolver y cómo mitigar el dolor y en eso se fueron horas.
Entre nuestros pensamientos, memorias y dolores, las otras mujeres con las que se compartía el espacio dormían (o eso intentaban). También se escuchó el llanto de la familia de una de ellas, las voces del personal de salud a lo lejos y las melodías propias de una ciudad mediana que en su mayoría, duerme.

¡Amaneció!
¡Lo logramos! Casi no lo podíamos creer, parecía que la madrugada se había estacionado y no estaba dispuesta a irse, y con ello todo lo que implica en los momentos de enfermedad.
Abrí las cortinas a solicitud de ella, necesitábamos todas las pruebas de que era real que la noche había terminado.
Esa madrugada comprobé lo que es una idea colectiva y culturalmente aceptada, en la noche se carga la enfermedad, la tristeza, la soledad o el dolor.
Me despedí, prometiendo volver pronto, prometiendo encontrarnos en otra circunstancia y entonces seguir charlando.
“¡Corre Mariana, corre! Ya no está en el hospital, está en su casa”
Toqué su timbre y muy pronto me recibieron, me indicaron el lugar donde se encontraba recuperándose. Caminé por un pasillo largo y pintado de color verde, lleno de fotografías y algo sobre un mueble. Caminaba mirando al suelo como lo hago cuando voy a una casa ajena, pensando que así no soy invasiva, al final, nuestras casas son nuestras guaridas, nuestros espacios más íntimos, y espero logremos que sean para todas sus espacios seguros.
Llegué y le dije: ¡Hola de nuevo!
Sentí su mirada de bienvenida y su rostro sonriente. Me sentí bienvenida y eso lo agradezco enormemente.
¿Cómo estás?¿Recuerdas cómo nos conocimos? ¿Cómo llegaste al feminismo? ¿Porque casi no hablábamos? ¿Quiénes somos? ¿Cuántas nos conocemos? ¿Qué pasa ahora en nuestra ciudad? ¿Quiénes desaparecen? ¿Qué hace el Gobierno? Fueron algunas de las preguntas que detonaron la charla de esa tarde, estaba mucho mejor, sólo un momento sentimos riesgo o preocupación por el oxígeno, estábamos entusiasmadas charlando que olvidamos que los aparatos se deben atender.
Casi llegaba el momento de despedirme y me compartió algo que hasta hoy tengo dando vueltas en mi cabeza. Algo sobre aquella noche en el hospital.
Me dijo: “Mariana, esa noche recuerdo que reímos mucho, y desde ese día tengo la sensación de que me sacaste del hospital, y me llevaste a un lugar parecido a Pátzcuaro, estábamos las dos charlando y un grupo de personas en zancos se colocaron frente a nosotras haciendo malabares. Después, pensé que quizá sólo me habías llevado a un hospital diferente, recuerdo que había enfermeras escuchando música y algunas estaban cocinando, parecía otro lugar, el paisaje, todo. Esa noche, esa noche fue muy extraña”.
Yo me quedé en silencio y sólo pude sonreírle. Dentro de mí, sentí un profundo agradecimiento, porque esa noche tuve la oportunidad de viajar con ella a Pátzcuaro.
Nos despedimos en medio de promesas, promesas que por supuesto tenían que ver con comida. Nos veríamos para comer juntas tamales de papa, esos tamales que son especialidad de Tulancingo, y además, comeríamos barbacoa.
Gracias por permitirme acompañarte.

Gracias por compartir tu experiencia de cuidadora solidaria y sororal!!! El acompañamiento es clave en el avance de apapachar con el alma experiencias desgarradoras de algunas enfermedades, de amigas, conocidas, vecinas y amistades!!!
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